¿Cuál es la relación entre ambos?
Actualmente, no existe unanimidad entre los expertos para definir qué es el trauma. Sí aparece mayor consenso sobre qué situaciones son las que pueden ser consideradas traumáticas: haber estado expuesto a un peligro de muerte, a una lesión grave o a violencia sexual (Asociación Estadounidense de Psiquiatría, 2014). Así, nos encontramos con que haber tenido un accidente, vivir una catástrofe natural o sufrir abuso por parte de un cuidador son situaciones que podrían causarnos un trauma. Sin embargo, no todas tienen la misma capacidad de dañarnos a nivel psicológico (González, 2017).
El ser humano es un animal social, necesitamos relacionarnos con los demás para sobrevivir. Sabemos que somos el animal que más tarda en ser independiente de sus cuidadores, por ejemplo, somos los que más tardamos en andar, en alimentarnos solos, y, en definitiva, en poder cuidarnos por nosotros mismos. Esta necesidad física y emocional que tenemos de nuestros cuidadores desde el comienzo es la que hace que las relaciones afectivas sean imprescindibles para desarrollarnos en todos los ámbitos. Por ello, no es de extrañar, que quien precisamente tenga la mayor capacidad para dañarnos sea otro humano (González, 2017).
Cuando es otra persona la que nos pone en peligro, nos daña, o abusa de nosotros, este trauma actúa deformando de una manera más profunda nuestra identidad y creencias sobre los demás y el mundo. Si esto se produce en una etapa temprana de la vida, cuando aún estamos en desarrollo, y además por parte de los padres o cuidadores, los efectos son aún más devastadores. De esta manera, cuando se produce un trauma interpersonal, precisamente lo que nos rompe es esa paradoja: el necesitar a las personas cuando son las personas las que me hacen daño (González, 2017).
Como consecuencia de estas experiencias traumáticas, a menudo aparece un fenómeno llamado disociación. La disociación se ha definido de manera clásica como una fragmentación de la conciencia (Fairbairn, 1952). Incluye problemas para recordar un acontecimiento, sentirse desconectado del propio cuerpo, de las emociones, del entorno, e incluso puede derivar en diferentes formas de malestar físico (González, 2017). Estos síntomas pueden aparecer como consecuencia de un trauma, como una defensa ante él. Es decir, cumplen una función: alejarnos del suceso cuando éste nos desborda y no estamos preparados para afrontarlo.
En un primer momento este mecanismo es adaptativo, ya que aún no estamos preparados para procesar lo que acaba de ocurrir. El problema aparece cuando esta desconexión se convierte en un estilo de respuesta automático y mantenido durante el tiempo, cuando su función ya no es necesaria (González, 2015). Este mantenimiento causa una ruptura en la personalidad y en la identidad de la persona, teniendo como resultado una concepción de uno mismo no coherente ni integrada.
Por ello es frecuente encontrarnos con que la persona que ha sufrido graves traumas interpersonales viva luchando contra sus recuerdos, intentando enterrar emociones y partes de sí con las que no se identifica. Del mismo modo, aparecerán pensamientos, emociones y comportamientos que le resultarán extraños, incluso ajenos. En muchos casos, ni siquiera con conciencia de qué es lo que ha pasado, y cómo ha llegado hasta este punto (González, 2017).
Como efectos colaterales de esta disociación, serán frecuentes las dificultades para reconocer, comprender y regular las emociones e impulsos. También las conductas destructivas, hacia otros, pero especialmente hacia uno mismo. Los problemas en las relaciones con los demás, la incapacidad para intimar o por el contrario, el miedo intenso al abandono son patrones que aparecen frecuentemente en personas que han sobrevivido una situación traumática.
Implicaciones de los síntomas disociativos
Los trastornos disociativos son uno de los grandes desconocidos en las consultas de psicología, ya que sus síntomas pueden ser muy sutiles, o confundidos con otras patologías. Además, el propio concepto de disociación se apoya en la clásica idea de la dualidad mente-cuerpo procedente de la medicina occidental, hace que se proyecte la imagen de “personas rotas”, casos demasiado complejos, sin solución, o con una difícil vuelta a la realidad. Pues bien, a pesar de que realmente es una tarea compleja, no olvidemos nunca la capacidad de aprendizaje, superación y adaptación del ser humano.
Se puede aprender a conectar con aquello que duele, que provoca sufrimiento, porque no hacerlo, citando a Anabel González (2017): “…equivale a saber que tenemos en el jardín de casa una mina antipersona. Creemos que con no pisar por la zona será suficiente. Un día, sin embargo, podemos tropezar y caer encima. Y aunque esto no suceda, nunca podremos disfrutar realmente de nuestro jardín”.
Una parte imprescindible es aprender que las emociones son indicadores de necesidades: el miedo nos motiva a protegernos, la rabia nos orienta a defendernos, la tristeza es una llamada de ayuda, la alegría es la ilusión que nos mueve a hacer cosas, la culpa nos ayuda a aprender de nuestros errores y la vergüenza nos hace adaptarnos a la situación en la que estamos (González, 2017). Una vez hayamos logrado escuchar y atender esas necesidades sin reprimirlas, habremos dado un paso agigantado en el camino hacia la reconstrucción de uno mismo.
De tal modo, los primeros pasos para reescribir la historia de la persona de una manera integrada deben de pasar por asegurar una base sólida sobre la que poder construir. El comenzar a cuidarse a uno mismo, atender a las necesidades que señalan las emociones, así como aprender a que no nos desborden las mismas, son pasos fundamentales, ya no solo de los casos de pacientes con sintomatología disociativa u otros síntomas psicológicos, sino que son requisitos básicos para el bienestar de cualquier persona.
Esta relación entre trauma y disociación debe de entenderse como un extremo dentro de un continuo. No sólo las personas que han atravesado una situación traumática son solo las que reprimen sus emociones o intentan ocultar parte de sí mismos con las que no se identifican. Nos podemos encontrar ejemplos en la vida cotidiana que nos resultarán familiares como subir la música para no pensar cuando estamos tristes, sonreír para no preocupar a los demás, cargarnos de trabajo cuando hay algo que nos preocupa para mantenernos ocupados… Por todo ello, desde aquí se anima al lector a escucharse, a concederse momentos para sentir y atender a esas necesidades. Al mirar hacia uno mismo podremos descubrir un paisaje precioso.
Referencias:
Asociación Estadounidense de Psiquiatría. (2014). Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5) (5a). American Psychiatric Publishing.
Fairbairn, W. (1952). Psychoanalytic Studies of the Personality. London. Tavistock/Routledge) 1952. https://opus4.kobv.de/opus4-Fromm/frontdoor/index/index/docId/27741
González, A. (2015). Disociación Y Trauma. Complejo Hospitalario Universitario de La Coruña, 1–17. https://trastornosdisociativos.files.wordpress.com/2012/10/trauma-y-disociacion-cadernos-psicoloxia.pdf
González, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego y la disociación. Una guía para pacientes, familiares y terapeutas.
González, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego y la disociación. Una guía para pacientes, familiares y terapeutas.